Crónica desde Santiago de Chile, donde ciencia, paisaje y poesía se sirven en vajilla endémica, los ingredientes se recolectan con lluvia y tiempo, y cada plato es una expresión pura de lo local. Boragó no replica: interpreta el territorio, lo cocina en presente y lo convierte en experiencia.
Si la cocina es un lenguaje, Boragó es un dialecto. Uno que no se aprende en libros ni se traduce con Google Translate. Se aprende caminando Chile. Subiendo montes, tocando piedras, escuchando la lluvia. Distinguiendo un loyo de un alga costera, un tomate de algo que parece tomate pero no lo es. Porque acá no se viene a comer lo conocido. Se viene a probar lo que la tierra —y su cocinero más riguroso— decidan ofrecer.
Boragó, el restaurante de Rodolfo Guzmán en Santiago de Chile, no es solo uno de los mejores de Latinoamérica según los premios. Es un universo propio. Es cocina endémica, sí. Pero también es activismo, investigación, gesto político y arte aplicado. No hay nada casual. Ni en el menú, ni en los platos, ni en las piedras que los sostienen.
Volví después de siete años. Aquella primera vez me había quedado pegada a dos cosas: los sabores completamente nuevos y el entusiasmo con el que Rodolfo me mostró su laboratorio. Nada cambió. O mejor dicho: todo cambió, pero la pasión sigue intacta. Fui invitada en el marco del Fukasawa Press Trip, y en cuanto pisé esa entrada silenciosa, paredón gris y cartel luminoso, supe que iba a salir con más preguntas que respuestas.
El galpón que respira bosque
Por fuera, Boragó parece un depósito sin pretensiones. Por dentro, también: cemento, granito, mesas rústicas, ventanales gigantes, iluminación intensa. Y sin embargo, se transforma en sala ritual. Hay algo en esa mezcla de crudeza y cuidado extremo que descoloca y prepara para lo que viene.
Nos recibió Rodolfo en persona. No es un detalle menor. Podría delegar, esconderse en el rol de chef estrella, o andar viajando en misión de investigación permanente. Pero no. Está ahí, caminando entre las mesas, metiendo las manos en los platos, escuchando, preguntando. No hay champagne de bienvenida, sino agua de lluvia. Y una sonrisa que dice: bienvenidos a la experiencia.
Nos ofrecen dos maridajes: uno con vinos chilenos y otro sin alcohol, compuesto por fermentos, jugos y mezclas botánicas diseñadas para cada plato. Yo elijo el sin alcohol por curiosidad. A la segunda copa, ya estoy probando también los vinos. Los anfitriones no dejaron que nos perdiéramos nada.
Platos que juegan a engañarte

El menú comienza con lo que parece una planta de tomate naciendo en medio del bosque. No es decorado: es el plato. Tomate rosado del Maule, sorbete de sandía del Paine y picha picha, servido en una estructura que simula una planta, con un buqué de hierbas que perfuma y te hace sentir inmerso en la huerta. Es apenas el primer bocado y ya estás adentro.

Le sigue una secuencia de tres miniaturas servidas sobre piedra: una amapola crocante con pebre de tomate y cerezas tardías, una tarta tatin de cebolla con tomate rosado, y una ensalada fresca con crema helada de almendras. Una postal de fin de verano en tres pasos rápidos, florales, ácidos, delicados.
Después llega la abeja. Una preparación que utiliza cera para mantener temperatura, junto con un cóctel de trufa chilena que deja un eco terroso, untuoso, y completamente inesperado. Le sigue una tempura livianísima de eneldo y hierbas de campo, con la fragilidad de algo que apenas existió antes de deshacerse en boca.

Luego, el mar llega en capas. Choritos, habas y duraznos, seguidos por un picoroco profundo, salino, servido con un tucupí de papas chilotas: un caldo fermentado que tomó siete años de desarrollo. Siete años para llegar a un sabor que en boca dura apenas segundos. Efímero y valiosísimo.

El punto de quiebre sensorial es el llamado Jardín de Mar. Una roca húmeda y tibia donde se disponen almejas con almendra lactofermentada, coral, hostión, sashimi de bonito de Rapa Nui, machas, ulte (alga carnosa de color rojo), hojas verdes de oxalis, chochas escondidas entre capas, callos y faldas de almejas. Cada pieza tiene una forma de comerse distinta. Algunas con cuchara, otras directo con la mano, otras se beben desde la concha. No es solo una degustación, es un paisaje de costa servido plato a plato.
Después del mar, el campo vuelve con porotos granados infusionados con jugo marino y flores fuertes del verano. Hay un tomate rosado a la brasa, servido solo, como quien da protagonismo a una frase corta pero clave. Luego llega una langosta del archipiélago Juan Fernández, con ají cacho de cabra y tomate rosado. El equilibrio entre fuerza y dulzura, picante y mar.

Sigue un guiño a Rapa Nui con productos de esa región, y después un milcao al rescoldo con mantequilla de pajarito. Tierra, fuego, memoria. Le sigue el cordero patagónico, cocido “a la inversa”: colgado de forma que retenga sus jugos, acompañado con hojas de higo y más tomate rosado. Todo suena simple, pero nada lo es.
El primer postre llega con mar: frutillas del mar, dulzor costero, acidez húmeda. Luego, un parfait de kollof (cochayuyo) arrayán y hongo loyo. Bosque en estado puro, con texturas que invitan a masticar con atención. Y cuando creés que terminó, llega el frío glacial: una especie de trufa sumergida en nitrógeno que te transforma en dragón por un segundo. Un clásico lúdico de Boragó que sigue funcionando. Los petit fours cierran la secuencia, sutiles, casi como una caricia que te avisa que ya podés volver al mundo real.

¿Qué significa “endémico”?
Aquí no vas a comer platos tradicionales. Ni sopaipillas, ni pastel de choclo, ni ceviche (al menos no la versión tradicional). Vas a comer cosas raras. Algunas, incluso, indescriptibles. Endémico significa que solo existe en un lugar. Y ese lugar, en este caso, es Chile. Por eso Guzmán trabaja con comunidades de recolectores, investiga en profundidad, busca especies nativas olvidadas, y se empeña en diseñar un menú que sea irrepetible en cualquier otro rincón del mundo.
I+D con sabor a bosque
Al finalizar la cena, subimos al primer piso para visitar el centro de investigación y desarrollo. Allí trabaja un equipo multidisciplinario que no solo cocina: diseña, prueba, estudia, escribe. Uno de los espacios más sorprendentes es OPE, Otros Procesos Experimentales, liderado por Aldo, un finlandés de madre peruana. Su objetivo: estudiar el potencial alimentario de las 700 variedades de algas chilenas, las plantas que crecen entre rocas, los hongos hongos —visibles y microscópicos—, bichos marinos olvidados.
¿Locura? Puede ser. Pero también es futuro. Mientras muchos cocineros se desesperan por conseguir trufa o foie gras, acá investigan cómo convertir en manjar algo que crece sobre una piedra o debajo de una ola. El laboratorio también funciona como banco de semillas, taller de vajilla y mapa vivo de lo que la cocina chilena puede ser si se conecta con su propio suelo.
Comer con propósito
Boragó no busca gustar. Busca conmover, incomodar, hacer pensar, educar. O lo logra sin buscarlo. El servicio es presente, emocional, sensible. El lenguaje es preciso, pero nunca soberbio. Hay respeto. Y hay una voluntad clara de hacerte pensar. Rodolfo no delega su rol. Cocina, observa, pregunta, camina.
Al final, nos regalaron una botella de salsa de tomate y el libro de Boragó. Pero no como souvenir. Fue un cierre con sentido. Rodolfo nos contó que, tras la pandemia, muchos agricultores dejaron de plantar tomates porque el transporte era más caro que la producción. Entonces, con su red de emprendedores, decidieron recuperar la siembra. Ya empacaron una tonelada. Y lo están logrando.
Ese es el verdadero legado. No tanto los premios. No tanto el ranking. Sino rescatar, y volver a sembrar. “Miramos atrás para movernos adelante”, dice la tarjeta que entrega Boragó a sus comensales. Una frase que podría resumir toda su filosofía.

Boragó
- Dirección: Av. San Josemaría Escrivá de Balaguer 5970, Vitacura, Santiago, Chile
- Martes a sábados desde las 17 h (solo con reserva)
- Reservas: https://borago.cl/reservas/
- Consultas: reservations@borago.cl | +56 2 2953 8893 | WhatsApp +56 9 6509 7768.
- Instagram: @boragoscl
- Precios aproximados: Menú degustación (12 a 18 pasos): USD 180 + Maridaje USD 100 / Maridaje sin alcohol USD 40
- Premios: #29 en The World’s 50 Best Restaurants 2024, #5 en Latin America’s 50 Best, y tres cuchillos en The Best Chef Awards 2024.