Fui una vez, volví dos veces más. En esta casa de barrio en Santiago se cocinan hongos silvestres, se sirven postres sobre piedra y se habla bajito, con respeto, del pasado. Pero no te dejes engañar: lo que pasa adentro de la Pulpe es puro presente. ¿Querés saber por qué la crítica la ama y los comensales la recomiendan como si fuera un secreto?
No hay GPS que lo anticipe. Uno camina por las calles del barrio Matta Sur, en Santiago de Chile, y no se imagina que detrás de una fachada roja, discreta pero coqueta, está uno de los restaurantes más emocionantes —sí, dije emocionantes— de Latinoamérica. No exagero.

Pulpería Santa Elvira no está en ninguna zona trendy. No hay vidrieras minimalistas, ni valet parking, ni señores con clipboards en la puerta chequeando nombres. Pero hay algo mucho más difícil de encontrar: cocina con corazón, historia, memoria, y un equipo que hace todo con sentido.
Una de esas veces en que el trabajo y el deseo se dan la mano, y mágicamente estás en el mismo lugar otra vez.
La primera fue como parte del Fukasawa Press Trip: seis periodistas, un almuerzo de largo aliento, Javier cocinando y sirviendo, Florencia apareciendo entre platos con una sonrisa luminosa.
La segunda vez llegué con ojeras post vuelo y me estaban esperando en el aeropuerto: Florencia y Sebastián Mella (el jefe de cocina) me vinieron a buscar, y apenas llegué al restaurante me regalaron una bolsa llena de “chucherías” chilenas. Vizio, Super 8, y otras delicias no muy sanas que ya me comí —y llenas de ternura—.
Y la tercera, una cena pop-up del restaurante Julia, donde solo salió el pan de Santa Elvira, pero el espíritu seguía ahí.

Un restaurante que fue casa—y lo sigue siendo
Pulpería Santa Elvira funciona en una antigua casita de barrio reciclada, con pisos de madera, empapelados florales y luz cálida que acaricia.
No te sentás: te acomodan.
No pedís: te cuentan.
El menú, escrito en pizarras, cambia según la estación, el mar, los hongos, las lluvias del sur, y lo que Javier encontró ese día en la madrugada en el terminal pesquero de Santiago (donde llega todo el pescado de Chile para mayoristas, que pude conocer). Literalmente. Lo cuenta con entusiasmo:
“Antes gastaba un millón de pesos a la semana en pescado. Ahora voy al terminal, gasto un tercio, elijo yo, filetea alguien de confianza. No usamos nada congelado.”
Javier Avilés Lira —cocinero, anfitrión, ex Milion y Sottovoce (Buenos Aires)— volvió a Chile en 2018 con la idea de hablar de Chile, no desde el cliché, sino desde el patrimonio.
“No me gusta hablar de territorio, prefiero hablar de tradición”, me dice.
Y se nota. Hay fermentos, escabeches, fondos, cocciones largas. Y también hay juego, técnica y riesgo.
“La cocina me la formateó Argentina”, me dijo una vez. “Pero la identidad me la devolvió Chile.” En esa frase cabe toda la Pulpería.
Porque lo que aprendió con los fuegos porteños, después lo bajó al barro de su historia. Al escabeche de su abuela. Al pescado entero que elige en la madrugada. A la cazuela que habla del pasado con voz caliente y cucharón en mano.
Florencia, la fuerza silenciosa
Florencia Velasco —fundadora, socia y compañera de vida de Javier— es el alma silenciosa del lugar.
Diseñadora, jefa de administración, jefa de salón, y jefa del cuaderno de reservas (casi tan importante como el menú).
Ella ambientó cada rincón, negoció con cada proveedor durante la pandemia y —dato impagable— tuvo que armar y desarmar el living familiar cada fin de semana para que su hija pudiera tener una vida normal mientras el restaurante funcionaba en la planta baja.

“No sabés lo que fue. Vivíamos ahí arriba. A veces había gente de Airbnb que bajaba a cenar. Todo era tragicómico. Pero después entendés que esa fue nuestra forma de crecer. Como decimos en teatro: tragedia + tiempo = comedia.”
Comer con las manos, mirar con el alma

La experiencia arranca con un bocado de cortesía. No hay que ser tímido. Hay que agarrarlo con la mano y dejarse llevar: tuil de remolacha con cremoso de camote y ajo, palta y polvo de ajo confitado.
Un canasto de mimbre hace de plato. Y ya desde ahí sabés que esto no es un restaurante más. Es una casa que cocina.

Después vinieron las joyas:
- Una prieta de bonito —sí, prieta, un embutido, pero con pescado— hecha con hemoglobina de cerdo, servida con chucrut y papas nativas.
- Un tartar de loyo, ese hongo gigante del sur recolectado por comunidades mapuches, con espuma de queso de cabra y un alfajor de callampas (hongos) que merecería estar en una vitrina.
- El congrio colorado, con una espuma de colágeno hecha a partir de sus cabezas, era un homenaje a la Oda al Congrio de Neruda: intenso y profundo como un poema triste.
- El curanto moderno, reinterpretado con puré de castañas, changle (hongo del sur) en dos formatos, moluscos escabechados y un caldo de cholgas que resumía toda la costa chilena en una cucharada.
Técnica impecable con sabor ancestral.

Los postres, otro capítulo.
La paleta helada de hongos de pino con ají cacho de cabra y cacao, servida sobre una piedra, me voló la cabeza.
No por exótica, sino por coherente. Por arriesgarse sin hacer piruetas innecesarias. El antipostre perfecto.

¿Y el servicio? Cercano, preciso, sin impostación. Jazmín, Vania, Flor: todas cuentan los platos con amor.
“No tenemos carta porque queremos relatar”, me dijo Flor.
Y sí, acá cada plato tiene un cuento. Y vos terminás siendo parte de él.

Una cocina con causa
En plena pandemia, sin ingresos y con proveedores por pagar —pequeños recolectores, no multinacionales— Florencia y Javier idearon algo tan loco como generoso: El Pacto.
¿Cómo funcionaba? Los clientes depositaban 20 mil pesos chilenos por anticipado. No era una donación. Era un gesto de confianza: cuando reabrieran, ese monto se canjeaba por comida. Incluso con descuento. El «problema» es que nadie lo quiso cobrar. “Nos dimos cuenta de que teníamos una comunidad”, dice Flor. Y le creo. Porque cuando un cliente prefiere abrazar tu proyecto antes que recuperar su plata, estás en otro plano.
Estás en la casita roja de Matta Sur. Estás cocinando con amor, y con causa.
Hoy trabajan 16 personas. Todos los miércoles, Javier va al terminal pesquero. Forman a su equipo, lo mandan a capacitarse (la pastelera está en el exterior haciendo una pasantía), y siguen eligiendo el camino difícil: No industrializar. No abaratar. No copiar.
Flor me lo contó con orgullo: la jefa de pastelería nunca había trabajado en gastronomía. Era nutricionista. Empezó de cero, creció, y hoy está haciendo una pasantía afuera. “Tenía que ventilar el cerebro”, me dijo Javier. Como si los cerebros también necesitaran aire, sol, harina y masa madre.
Jazmín, la jefa de salón, entró calladita. Hoy lidera el servicio y está por capacitarse también. Porque acá se cocina, pero también se forma gente. Se invierte en personas. Y se suelta el control.
“Tuve que aceptar que mi reinado se había terminado. Para que la Pulpe creciera, yo tenía que soltar. Y solté”, dijo Flor. No todos lo hacen. No todos pueden.
Una alianza con futuro
Como si todo esto fuera poco, la Pulpería también abrió sus puertas a una nueva alianza con INACAP (Instituto Nacional de Capacitación Profesional), bajo un lema precioso:
“Aterriza, historias directo al plato.” La idea: conectar cocineros latinoamericanos con la cocina chilena, para que se enamoren de su tierra y, al mismo tiempo, compartan experiencia y conocimiento con el equipo local. En esta primera edición invitaron al chef argentino Julio Báez (sí, el de Julia y Franca en Buenos Aires) a cocinar en la Pulpe. También participan exalumnos de la escuela, hoy figuras de la escena gastronómica chilena, para dar charlas. Un cruce generoso entre generaciones, territorios y fogones. Porque innovar también es eso: tender puentes más allá de las modas.

Pop up: Julio Báez de Julia (Bs. As.) en La Pulpe
La casita roja donde el lujo no está a la vista
Matta Sur no es un barrio turístico. No hay hoteles cinco estrellas ni concept stores. Pero ahí, entre casas bajas y veredas rotas, está Santa Elvira. Y eso lo hace más potente. Porque el lujo verdadero no siempre se nota: se percibe. En una cucharita de madera con murtas silvestres. En una sopa servida con palabras. En una casa donde primero vivieron, después cocinaron, y hoy reciben a desconocidos con espumante y snacks de remolacha. En un mundo donde lo gastronómico muchas veces se vuelve inaccesible o impostado, este lugar lo devuelve a la raíz. A la emoción. A la comida como acto de amor.
Comer en Pulpería Santa Elvira no es solo comer bien.
Es recordar. Es sentarse en una casa que fue hogar, olla popular, escenario de juego, y ahora también es cocina de autor. Es probar el mar del sur, los hongos del bosque y el amor por una tierra que a veces duele pero siempre alimenta. Volvería mil veces. Porque hay algo ahí—en esa casa roja de un barrio que casi nadie nombra—que no está en ningún otro lugar.
Gracias, Santa Elvira, por recordarnos que la cocina también puede ser un acto de memoria, una manera de resistir con belleza y una forma de abrazar.

Pulpería Santa Elvira
- Dirección: Santa Elvira 475, Barrio Matta Sur, Santiago, Chile
- Días y horarios: miércoles por la noche, jueves a sábado mediodía y noche, domingo solo mediodía
- Chef: Javier Avilés Lira
- Reservas: +56 9 4111 6000
- Web: pulperiasantaelvira.com
- Instagram: @pulperia.santa.elvira
- Precio menú degustación: USD 80 aprox.
- Precio menú con entrada, principal y postre: USD 60 aprox.
- Opciones para restricciones alimentarias: con reserva previa
- Wine friendly: buena cristalería, vinos chilenos naturales, sommelier presente